A 70 años del golpe que derrocó a Juan Domingo Perón
"Lo
que dejo en el alma de cada peronista, no lo destruirán jamás"
Tres meses después del bombardeo a Plaza de Mayo, los militares se hicieron con el poder el 16 de setiembre de 1955. La trama de complicidades que posibilitó el desplazamiento del lider popular que con su movimiento cambió la historia argentina.
Juan
Perón, refugiado en la cañonera antes de partir hacia Paraguay. Imagen: Archivo
“Sin 16 de junio no hay 16 de setiembre” Historia aún
reciente. Candente. El nexo entre ambas fechas conecta dos de los días más
funestos de la historia argentina. El 16 de junio de 1955, cuando los
bombardeos al estilo de la blitzkrieg nazi
de la aviación naval sobre Plaza de Mayo y otros puntos de la ciudad de Buenos
Aires dejaron 308 muertos y más de mil heridos, sin dudas el atentado
terrorista más grande de esta historia, con el golpe cívico-militar del 16 de
septiembre (del que hoy se cumplen 70 años) que derrocó al gobierno
constitucional de Juan Perón, e inauguró la saga de gobiernos liberales que han
sido mayoría hasta hoy. Aún
con su carga de ironía y odio, la frase, que encabeza esta nota, escrita por Arturo Zavala
–militante de los comandos civiles antiperonistas-- en la revista Esto es, abruma de sentido.
Básicamente, porque después de las bombas asesinas de junio el
gobierno constitucional de Perón entró en una fase de comprensible
desorientación ante el desastre que por supuesto allanaría el camino a los
golpistas. Tras el ataque terrorista, la oposición casi en bloque -de
izquierdas a derechas, de liberales progresistas a liberales conservadores- no
solo soslayó campante lo gravísimo de la tragedia, sino que también aumentó sus
afrentas y conspiraciones. De aquí el lamentable acierto de la frase de Zavala…
las bombas generaron sin dudas las condiciones que convertirían en realidad los
húmedos sueños golpistas.
Después de los bombardeos –así empezaban a devenir los
días entre fecha y fecha- Perón calificó de criminal el intento y destacó la
unidad pueblo-ejército que a la sazón y pese al grave costo de víctimas, había
derrotado la rebelión de los marinos y sus aliados civiles. “Ustedes saben
mejor que yo que el Ejército era una organización no querida por el pueblo. Y
eso se debía a que la oligarquía lo empleó siempre para oprimir al pueblo como
el acicate de su fuerza, para explotarlo y escarnecerlo”, recordaba el líder, y
comparaba a la vez con aquel presente de las fuerzas militares que había
repelido a la subversión bombardera. “Hemos visto cómo esos muchachos del
pueblo, sonrientes y heroicos, han parado la traición y la violencia. Esta es
otra conquista más de nuestro movimiento: la unión del gobierno, el pueblo y el
ejército”.
Días después, Perón decidió no fusilar a Samuel
Toranzo Calderón y Aníbal Olivieri, cabecillas del ataque junto al vicealmirante
suicida Benjamín Gargiulo, pese a que legitimaba el estado de guerra interno.
La pena que le terminó cabiendo al primero fue de reclusión por tiempo
indeterminado, mientras que al complotado ministro de Marina le aplicaron solo
un año y medio de prisión que, por supuesto, quedaría sin efecto tras el golpe
de setiembre. La estrategia pacificadora de Perón –porque esto es lo que fue-
aumentó a partir del reconocimiento de que durante sus gobiernos se habían
limitado ciertas libertades aunque justificadamente dado que ello había sido en
pos de lograr los objetivos pregonados por el movimiento nacional: la
independencia económica, la justicia social y la soberanía política. “Con una
absoluta licencia para que todo el mundo hiciera lo que quisiese, nosotros no
hubiéramos podido cumplir con nuestro objetivo. Lo hemos hecho siempre de la
mejor manera, en la medida indispensable” admitió el General, al momento de
restablecer garantías, derechos y libertades.
El propósito de Perón durante la desesperante
transición entre los bombardeos de junio y el golpe de setiembre pasaba por
evitar que se siguiera derramando sangre entre argentinos. Pero no era este el
fin de sus opositores. A la propuesta oficial, que entre otros gestos incluyó
la renuncia de casi todo el gabinete nacional, la oposición contestó con
ataques de toda laya y tenor. El 27 de julio, por caso y en solapada
concordancia con Lonardi y Aramburu –cada quien conspiraba por su lado-, el
dirigente radical Arturo Frondizi se despachó con un pomposo y grandilocuente
discurso por radio Belgrano, en el que sacó a relucir ideales que su partido,
en general, suele esconder cuando gobierna. Le pasaría al suyo con la inflamada
cuestión de los contratos petroleros, por caso. Días después, en otra temeraria
estocada de las varias que hubo contra el gobierno popular, el dirigente
conservador Mario Amadeo pedía al Ejército que “salvara a la Argentina de las
manos de Perón”.
Cosas así sucedían hasta que el nodal 31 de agosto de
1955, convencido de que la belicosidad opositora a la que llamaba “minoría
combativa y decidida” no cedería, Perón cambió radicalmente la táctica y
triplicó la apuesta. La quintuplicó, dicho mejor. “Cuando uno de los nuestros
caiga, caerán cinco de ellos”, vociferó ante una multitud convocada por la CGT
en Plaza de Mayo. “No quieren la pacificación que le hemos ofrecido. De esto
surge una contestación bien clara. Quedan solamente dos caminos: para el
gobierno, una represión ajustada a los procedimientos subversivos, y para el
pueblo, una lucha que condiga con la violencia a la que quieren llevarlo. O
luchamos y vencemos para consolidar las conquistas alcanzadas, o la oligarquía
las va destrozar al final”.
La acción posterior del General fue implantar el
estado de sitio, e iniciar un intenso raid de reuniones con dirigentes
políticos y sindicales en busca de intensificar la depuración de adulones –que
lo rodeaban en cantidad, a esa altura- mientras la oposición, que tomó la
bravuconada del líder como otro signo de debilidad, prosiguió firme con sus
intentos destituyentes. Tras una fracasada sublevación en Río Cuarto, Córdoba,
a cargo del general converso Dalmiro Videla Balaguer, Eduardo Lonardi
finalmente aceptó el insistente pedido del conspirador Arturo Ossorio Arana
para levantarse desde la Escuela de Artillería de esa provincia. Y aquí sí ya
no habría vuelta atrás. El viernes 16 de setiembre, tres exactos meses después
de los bombardeos, Lonardi, que al igual que Ossorio Arana había sido parte del
intento de golpe de 1951, activó el plan. Se sumaron a él la Escuela Naval de
Río Santiago, la base naval de Puerto Belgrano –la infantería de marina llegó a
tomar Bahía Blanca- y el Regimiento de Blindados de Curuzú Cuatiá, a instancias
de Pedro Eugenio Aramburu, que sin embargo no pudo concretar su plan. Hubo
además apoyos logísticos británicos a la Marina de Guerra. A propósito, el
lúcido Raúl Scalabrini Ortiz, firme defensor del Movimiento Nacional en esos
días aciagos, se preguntaría en un artículo de la revista Qué de dónde había
sacado el poder de fuego dicha fuerza, si es que había sido desarmada después
de los bombardeos. La respuesta rebozaba en verosimilitud: los británicos
habían proporcionado las espoletas y el petróleo.
La otra amenaza de
bombardeo
En fin, entre toda esa bruma septembrina que impedía
ver el desenlace, hubo un hecho que haría torcer el brazo de Perón: el
bombardeo de seis buques de la Flota de Mar a instancia del almirante Isaac
Rojas con apoyo de la Aviación Naval y –justamente- la Royal Navy, sobre la
destilería de petróleo de Mar del Plata, ciudad que los golpistas habían
intentado tomar sin éxito inmediato. La espantosa acción de los agresores
sumada al recuerdo fresco de las bombas de junio, duplicaron las dudas del
líder. Máxime, porque sabía él que desde la tarde del 18 que el mismo Rojas
amenazaba con bombardear también la refinería de La Plata –se llegaron a tirar
bombas en la planta de Ensenada, de hecho- y los depósitos de combustible de
Dock Sud, ambas ubicadas muy cerca de barrios obreros. “Me preocupaba la amenaza
de bombardeo a la población civil. También la destilería de petróleo ‘Eva
Perón’, una obra de extraordinario valor para la economía nacional”, contaría
Juan Domingo tiempo después. “Influenciaba también mi espíritu la idea de una
posible guerra civil de amplia destrucción y recordaba el panorama de una pobre
España devastada que presencié en 1939. Muchos me aconsejaron abrir los
arsenales y entregar las armas a los obreros que estaban ansiosos de
empuñarlas, pero eso hubiera representado una masacre y, probablemente, la
destrucción de medio Buenos Aires”.
La reacción de Perón ante el sombrío cuadro fue llamar
a Franklin Lucero, ministro de Ejército de leal acción durante los bombardeos,
e indicarle que era menester detener la masacre. El lunes 19 el aún Presidente
decidió entonces delegar en el Ejército la situación política, ya imposible de
destrabar a través suyo. Si bien, como contará el mismo Perón en una entrevista
a la agencia United
Press dos semanas después, las posibilidades de éxito para las fuerzas
leales eran “absolutas”, estaba sumido en vertiginosas contradicciones.
Finalmente, optó por redactar una carta en la que delegaba el poder a una Junta
de Generales que daría lugar a muchas interpretaciones y polémicas. En efecto,
los integrantes de la flamante Junta presidida por el general José Domingo
Molina tuvieron diferentes miradas sobre la carta escrita por Perón para que el
Congreso Nacional decidiera su destino. “Estoy persuadido de que el pueblo y el
Ejército aplastarán el levantamiento, pero el precio será demasiado cruento y
perjudicial para sus intereses permanentes (…) Ante la amenaza de bombardeo a
los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes, creo que
nadie puede dejar de deponer intereses o pasiones”, redactó Perón, en una parte
de la misiva que Lucero leería ante sus camaradas.
La Junta, pese a la sutil ambigüedad del mensaje, tomó
la carta como una renuncia definitiva. “Al enterarme de semejante cosa, llamé a
la residencia a los generales y les aclaré que la nota no era una renuncia sino
un ofrecimiento que ellos podrían usar en las tratativas. Les aclaré que si
fuera una renuncia estaría dirigida al Congreso y no al Ejército ni al pueblo,
como asimismo que el presidente constitucional lo era hasta tanto el Congreso
no le aceptara la renuncia”, contará Perón. No fue eso lo que interpretó, por
ejemplo, Francisco Imaz, otro notorio converso que integraba la Junta en
carácter de Jefe de Operaciones del Estado Mayor del Ejército. Fue él quien,
además de dar la orden de "Alto el fuego" a las tropas leales en los
focos de conflicto, exigió la entrega del poder a los subversivos a punta de
metralla durante una reunión decisiva en el Ministerio de Ejército, y provocó
que la Junta, en la que Perón había derivado su poder provisoriamente “para no
ser el problema”, terminara rindiéndose ante los ultraviolentos conspiradores.
La ulterior “sugerencia” del general Ángel Manni a Perón para que pusiera
“cuanto antes” distancia del país si quería salvar su vida, quebró
definitivamente su voluntad.
La cañonera paraguaya
El martes 20 de setiembre, acompañado por el mayor
Ignacio Cialceta y un oficial de policía de apellido Zambrano, el presidente
depuesto se dirigió a la embajada del Paraguay, país al que le había devuelto
durante su gobierno las medallas de la Guerra de la Triple Alianza. Su primer
hogar fue precisamente una cañonera de esa nacionalidad que anclaba en Puerto
Nuevo. Allí, Perón atravesó cinco bravos días en los que la dictadura -se
sabría luego- había querido asesinarlo una vez más, mientras se procuraba su
salvoconducto. “Como argentino me avergonzaba la payasería de los marinos de mi país que, armados
hasta los dientes, se habían instalado en el muelle, frente al cañonero”,
escribirá él en la página 67 del libro que concibió en Panamá, con título
tomado de una máxima de Cicerón que le calzaba perfecto a sus enemigos: La fuerza es el derecho de las
bestias.
Tras esos lapsos complejos en los que el líder sufrió
desequilibrios estomacales y malestares nerviosos, finalmente se concretó el
pedido de asilo. Partió él en un bote a remo que lo depositaría en el
hidroavión Catalina y en éste rumbo al Paraguay, donde fue recibido con gran
afecto por ese pueblo. “Recibí una colonia y les devuelvo una patria justa,
libre y soberana. Para ello, hube de enfrentar la infamia en todas sus formas,
desde el imperialismo abierto hasta la esclavitud disimulada. Cuando llegué al
gobierno ni los alfileres se hacían en el país. Lo dejo fabricando camiones,
tractores, automóviles, locomotoras, bicicletas, motocicletas, máquinas de coser,
de escribir, de calcular (…) El movimiento justicialista ha dejado al país una
Constitución moderna y popular, y le ha inculcado al pueblo una doctrina
política que nadie podrá ya destruir, a pesar de las calumnias y mentiras que
lanzan todos los días. Para persuadir hay que estar convencido, y esta gente
nada tiene ni en el cerebro, ni en el corazón; por eso no se convencen ni a sí
mismos (…) Podrán destruir a Perón pero lo que les dejé en el alma de cada
peronista, eso no lo destruirán jamás, ni con discursos, ni con sermones, ni
con mentiras, ni con calumnias”, se lee en otro pasaje del libro citado.
En la Argentina, en tanto, Lonardi se declaraba
Presidente provisional y el país empezaba así a pegar otro giro letal en –y
para- su devenir. Los días golpistas habían provocado 156 muertos en todo el
país, más un número indeterminado de víctimas producto de los arteros
bombardeos sobre la sede porteña de la Alianza Libertadora Nacionalista. A la
par, sermones y discursos bajo el lema de “Dios es justo” se combinaban
sistémicos por parte de un gobierno que venía a impulsar casi todo lo contrario
a lo que la doctrina peronista en acción dejaba. La subordinación del país al
capital británico, pese al “nacionalismo a la violeta” de Lonardi, fue la
matriz económico-ideológica que impulsó la autodenominada Revolución
Libertadora. También la separación entre Estado y clase trabajadora, que
durante el peronismo habían actuado en tándem. “La revolución de septiembre de
1955 no fue solamente un movimiento en que un partido derrotó a su rival, o en
que una fracción de las Fuerzas Armadas venció a la contraria, sino que fue una
revolución en que una clase social impuso su criterio sobre la otra”, escribirá
Arturo Jauretche –otro tenaz luchador nacional cuando muchos desertaban- en la
página 98 de Los
profetas del odio, libro clave, contemporáneo a esos días, para comprender
la impronta reaccionaria y criminal de la dictadura.
Lonardi terminaría asumiendo oficialmente el viernes
23. La frase “ni vencedores ni vencidos” que el dubitativo militar tomó del
Urquiza desertor del nacionalismo popular tras derrotar a Juan Manuel de Rosas
en Caseros, se tradujo en una especie de indeterminación tan hostil al
peronismo como a su “anti”. La idea de un peronismo sin Perón tentaba más nada
que poco a las filas populares, mientras que la “no intervención” de la CGT
propuesta en principio por los lonardistas solo importaba a los jerarcas sindicales,
a la vez que la no proscripción del Partido Peronista irritaba en demasía a los
sectores ultraliberales. El primer discurso de Lonardi -emitido por radio LV2
de Córdoba- se hundió en la paradoja. “Sepan los hermanos trabajadores que
comprometeremos nuestro honor de soldados en la solemne promesa de que jamás
consentiremos que sus derechos sean cercenados”.
Los motivos del golpe
En suma, menos por los trabajadores y trabajadoras
peronistas, que por supuesto seguían siendo mayoría en la sociedad argentina, y
por sectores del pequeño y mediano empresariado, del Ejército, de curitas de
barrio y de militantes vinculados a la cultura y al arte nacionales, el golpe
cívico-militar fue bienvenido por las organizaciones patronales, el alto clero,
la prensa, los partidos políticos, la Sociedad Rural, la embajada de Estados
Unidos, el inglés Churchill y los sectores financieros. Y no solo por ellos. La
mayoría de los sectores medios, que se había beneficiado como nunca bajo el
gobierno peronista, y los intelectuales progresistas que suelen caer mil años
después del lado del bien, también apoyaron a la Libertadora. Las pulcras
mentalidades académicas, más cerca entonces de la Sorbona que de la Universidad
Obrera Nacional, ni de lejos observaron lo que el –intuitivo- pueblo trabajador
sí: que los golpistas estaban inventando una crisis económica y “moral”
inexistente, bajo el propósito de avanzar contra los derechos laborales y la
independencia nacional a partir de persecuciones, asesinatos, torturas y
prohibiciones.
El fin último pasaba claramente por desactivar la
Constitución del 49, que garantizaba derechos sociales y laborales; la igualdad
jurídica entre el hombre y la mujer; los derechos de ancianos y niños; el nodal
artículo 40’; la autonomía universitaria y la función social de la propiedad.
Había que desactivar también el Instituto Argentino de Promoción del
Intercambio (el IAPI) y su política industrial basada en centralizar el
comercio exterior a través del Estado para, a partir de esos recursos que
quedaban en el país, dinamizar otras áreas de la economía y proteger la
industria local... ecuación virtuosa que, claro, colmó la paciencia de la
oligarquía agropecuaria. Había además que hacer a un lado “para siempre” la
tercera posición de la que Perón había sido pionero a partir de la doctrina del
Movimiento Nacional expresada en La Comunidad Organizada, para ponerse bajo el dominio de Estados
Unidos y el Fondo Monetario Internacional.
Había que ir a más después de septiembre pues. Y fue
lo que ocurrió el 13 de noviembre de ese mismo año, cuando el dúo
Aramburu-Rojas mandó a la casa a Lonardi para cumplir más limpia, cruel y
profundamente la faena.
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