La raíz de la crueldad
28 de abril de 2025 - 11:32
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¿Por qué la crueldad represiva ejercida contra unos ubilados que demandan derechos no solo es tolerada sino también celebrada por una parte importante de la población? ¿Por qué la masacre de indígenas aymaras durante el golpe de Estado del 2019 en Bolivia es olvidada por los intelectuales criollos y, al contrario, el acceso violento al gobierno es rememorado como un momento épico de la lucha contra la “tiranía” socialista? ¿Por qué la denuncia y persecución de migrantes de piel morena se ha convertido en un deporte estadounidense acreditado por la mitad de sus habitantes, en tanto que, en Europa, la idea de bunkerizar su territorio forma parte de un nuevo sentido común?
¿Qué ha llevado a que estas
abominaciones humanas tengan hoy carta de ciudadanía e incluso justificación
moral entre las elites empresariales y segmentos de las clases medias de los
países del mundo?
La respuesta de que es un
resultado de maliciosos algoritmos que refuerzan las emociones bajas de los
incautos ciudadanos que acceden a las redes digitales o, que las grandes
plataformas tecnológicas han fusionado su ideología a la de la de gobernantes
fascistizados, son incompletas pues olvidan que para que estos microclimas
tiktokeros sean eficaces tiene que haber previamente una inclinación al odio
vengativo de parte de una población que no consume boba y sumisamente lo que ve
en la pantalla y que, siempre tiene al alcance, el ejercicio de su libertad
electiva de levantar la cabeza por encima del celular y ver una realidad
ampliada.
La explicación que señala
Slobodian respecto a la propensión de las elites neoliberales a rememorar
antiguos “peligros” igualitarios que amenazan la cohesión social y ante los
cuales hay que actuar de manera decidida y brutal, no toma en cuenta que lo que
importa de las paranoicas invenciones de enemigos artificiales es la
connotación social que ellas adquieren, es decir, la adhesión fervorosa que
tales enunciados provocan en un momento histórico preciso y no en otro.
Siempre han de existir
cenáculos marginales capaces de producir narrativas de orden, desde las mas
racionalistas y fundamentadas, hasta las mas disparatadas y falaces. Y por lo
general, su irradiación queda restringida a círculos discretos. Pero, solo en
determinadas circunstancias, estos relatos se vuelven socialmente verosímiles,
dando lugar a movimientos políticos expansivos. Ninguna narrativa tiene fuerza
social por su sola construcción gramatical. Su fuerza viene de la capacidad de
unificar pulsiones colectivas previamente disponibles. La pregunta es entonces,
¿por qué ahora los discursos antiigualitarios, racistas, misóginos y
autoritarios tienen tantos seguidores en el mundo?
En tiempos de estabilidad
económica y crecimiento, claramente los discursos de “centro”, esto es, que
eluden rupturas o variaciones sustanciales del orden social, logran las mayores
adhesiones. No hay incentivos para optar por propuestas que deserten de lo ya
establecido o que impugnen el dominante horizonte predictivo imaginado de los
individuos y las sociedades.
Pero cuando surgen desajustes al orden regular de los ingresos económicos o de las jerarquías sociales, el sistema político y de creencias legítimas se desorganiza, dando paso al protagonismo de lo que hasta antes eran los “extremos” marginales. Estas crisis, que envejecen rápidamente la cohesión social y sus consensos prevalecientes, pueden ser económicas, al contraerse las remuneraciones de la mayoría de los habitantes de un país; o de estatus y poder de una parte de esa sociedad; o, incluso, de la jerarquía de una sociedad entera respecto a otras sociedades en el mundo.
El caso de EE.UU. es
paradigmático. Según J. Francis, en su estudio del Otoño del patriarca
blanco, entre 1970 y 2021, los hombres blancos norteamericanos han visto
reducir su participación en el ingreso nacional del 70 % 41%. En tanto que las
mujeres blancas y los “otros” hombres y mujeres han pasado del 30 % al 59 %. Es
posible que los ingresos brutos semanales de la mayoría de los hombres blancos
hayan crecido, o incluso estancado, pero en relación a las mujeres, negros y
latinos, ha caído a casi la mitad. Claramente hay una mayor igualdad en la
distribución étnica y genérica de los ingresos, pero, simultáneamente, una
crisis de las viejas jerarquías económicas por genero y “raza”.
Esto ayuda a dar lugar a
una crisis de sentido de orden de la sociedad norteamericana y, con ello, a una
predisposición a revocar creencias. Que esa batalla por instaurar la nueva
narrativa explicativa la estén ganando los que culpan de su destino a la
migración latina o al empoderamiento de las mujeres; desplazando a los que
reivindican la igualdad y la necesidad de avanzar sobre las groseras fortunas
de las oligarquías tecnológicas y financieras, no es algo inevitable. Es un
tema de correlación de fuerzas políticas. Pero claro, si lo que se le
opone al discurso de una “batalla final” de revanchas redimidoras es solo
mantener el viejo orden globalista decrépito y austero, entonces no resulta
difícil entender porque gana Trump y los suyos.
En el caso de Bolivia, el
ascenso social indígena y el desmantelamiento de las jerarquías raciales en el
acceso al poder estatal, tuvieron como reacción una oleada anti igualitaria de
las antiguas clases medias. Entre 2006 al 2019, el 30 % de la población,
mayoritariamente indígena salió de la pobreza y entro al segmento de ingresos
medios. El salario mínimo, de obreros e informales, subió 400 %, en
tanto que el salario de las profesiones liberales un 50%. Junto con ello,
los mecanismos de acceso a cargos públicos y reconocimientos oficiales,
estuvieron regulados por la pertenencia o cercanía a las identidades indígenas.
Se trata de hechos prácticos de democratización material. Pero, el
pavor moral que esta igualación social desencadenó entre las clases medias
criollas fue de tal magnitud que no dudaron en abrazar discursos raciales
darwinistas, proclamando, sino el exterminio purificador de los
bárbaros indígenas a manos de militares “decentes y católicos”, al menos su
animalización y subordinación profiláctica por razones de salud pública.
Como lo ha mostrado Marco
Porto para el caso de Brasil, reacciones parecidas se han vivido con lo que él
denomina “ansiedad de estatus” de las clases medias ante el ascenso social, en
el período de los dos gobiernos de Lula, de sectores negros e indígenas que
logran acceden a las universidades (plan de cuotas raciales) y de las empleadas
del hogar, con la legislación de sus derechos laborales. De esta manera, espacios
de consumo anteriormente reservados para sectores medios que validaban no solo
su capacidad de gasto sino, ante todo, de distinción y jerarquía frente a las
clases pobres, ahora se veían ‘invadidos” por una sucia plebe que,
desfachatadamente, abolía un exclusivo prestigio social considerado como parte
“sagrada” de cualquier orden civilizado.
De igual manera en
Argentina, cuando uno ve el cuadro recientemente publicado por Agendata
respecto a la participación de los asalariados en el Producto Interno Bruto
(PIB), se aprecia como es que las grandes oleadas autoritarias de odio
restaurador de viejas jerarquías sociales y raciales, como el aramburato,
vienen precedidas de grandes avances en la igualdad material. En el
caso del mileismo, a los años de la democratización económica kirchnerista,
debe añadirse la frustración redistributiva, vía inflación, del gobierno
progresista que antecedió al triunfo de Milei.
Para Europa, no es pertinente fijarse
en el deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores populares. La
transferencia de valor del sur al norte global (EE.UU., Europa), vía intercambio
desigual, deuda pública y cadenas de ensamblaje, ha permitido sustraer, según
HIckel-Lemus y Barbour, el equivalente a 16, 9 billones de dólares entre
1995-2021, logrando la estabilidad del “modo de vida imperial” (Brand), y de
parte del Estado de bienestar que aun disfrutan sus sociedades. Sin embargo, la
desigualdad se ha incrementado en ese mismo periodo. El 10 % de las personas
con ingresos más altos y que en 1980 acaparaba el 27 % de la renta nacional, en
2019 lo hacía con el 36 % (Piketty, 2019). Pero lo que hoy más está
conmocionando a esta región es el desequilibrio del estatus social interno y
externo. Según el informe Wid World Inequality Database, mientras
los sectores con mayores ingresos se alejan de los que tienen ingresos medios,
los que tienen ingresos más bajos se acercan a los que tienen ingresos medios,
devaluando su estatus. Y, lo más devastador es el desmoronamiento de la secular
manera de ubicarse en el mundo. Como lo muestra Milanovic, (What comes after
globalization?) las clases medias “occidentales” han visto retroceder su
ubicación en la distribución de la riqueza global. Mientras que en los
años 90s, las clases bajas y medias europeas ocupaban los deciles superiores al
70. Ahora ocupan el decil 55, superados por las clases medias y altas asiáticas
en sistemático asenso global. Y claro, después de siglos de supremacía europea,
la obligación de ahora tener que conversar como iguales con naciones que hasta
hace poco eran colonias, les resulta aterrador.
En resumen, la expansión
social de las ideologías requiere de un soporte material que las faculte. Las
grandes crisis desplazan los viejos sistemas de legitimación política y
habilitan las condiciones de posibilidad de nuevas creencias sustitutas. Si son
crisis económicas generales, éstas tienden a promover coaliciones
socio-políticas igualitarias encabezadas por gobiernos de izquierda o
progresistas. Si la crisis la promovió, o no la resolvió el gobierno
progresista, le sucederá una coalición de derecha extrema. A su vez, las crisis
de estatus, tienden a promover pasiones anti igualitarias que encumbran a
gobiernos ultra reaccionarios, autoritarios y cargados de odios viscerales
hacia lo plebeyo. En todos los casos, son cambios materiales en las condiciones
de vida económicas, de poder o reconocimiento, los que gatillan, en múltiples
direcciones políticas, recambios ideológicos y emocionales de las sociedades.
Es la cualidad del tiempo liminal.
La lección de los últimos
años es que la manera de enfrentar los resentimientos anti igualitarios, no es
retrocediendo o paralizándose en las políticas de igualdad material. Eso es lo
peor, pues ni favorece a los de abajo, que se sentirán traicionados, ni
contenta a los de arriba, que siempre han considerado a los progresistas como
unos detestables y temporales advenedizos a un poder político que creen les
pertenece por patrimonio familiar. Y, Lo peor, la decepción
de los de abajo fácilmente los podrá empujar a abrazar los resentimientos, no
contra los poderosos, sino contra los más débiles de las clases
menesterosas. En tiempos de crisis, no hay mayor impulso al
conservadurismo autoritario que un gobierno progresista que renuncia a la
audacia de los cambios. La crisis es, por excelencia, el privilegiado
escenario de disputa de las esperanzas colectivas, de los horizontes
predictivos. No solo de los recuerdos. Por ello, la única opción ante
los arrebatos contra-igualitarios, es con más igualdad, con nuevas expectativas
convincentes de mejores condiciones de vida en común, radicalizando las
políticas de distribución de la riqueza. Y que, para ser duraderas en el
tiempo, tendrá que afectar a las oligarquías rentistas, además de expandir un
nuevo tipo de productivismo sustentable.
Este artículo fue publicado originalmente el día 27
de abril de 2025
Fuente: Página/12
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